jueves, 2 de agosto de 2012

Tacatac tacatac, tacatac tacatac, tacatac tacatac


Era enorme. ¡El más grande!. Pelo blanco, totalmente blanco. De grandes bigotes también blancos. Barba mal afeitada, canutos blancos, que cuando me levantaba y me besaba a pesar de que yo doblaba el cogotito lo más que podía para qué no, me raspaba con suavidad y dolor. Pero a pesar de su cara de lija, ¡cuánto lo quería!. Cuando tenía mi cuello lo más estirado y lejos posible, aprovechaba y me hacía cosquillas con sus bigotazos. Que orgulloso me sentía cuando me venía a buscar para llevarme a pasear. Él casi no hablaba. Eso sí, me decía Pichi. Pichi Pichi. Me tomaba de  la mano que se perdía en la suya y me llevaba a ver pasar los trenes. Caminábamos en silencio. Sólo se oía silbar a su pecho. Como un adelanto de lo que luego iba a escuchar de las locomotoras. Miraba siempre adelante, tristemente, pero siempre adelante. Su mirada se perdía lejos, muy lejos. Yo no sabía adonde. Hoy recuerdo y creo que se perdía en su amada Sevilla que nunca más volvió a ver. Caminaba despacioso. Ahora me doy cuenta que seguía mis pasitos y los de su asma.  Seguro, me apretaba la mano de la que me llevaba para evitar sorpresas de chico y yo sentía sus huellas agrietadas por la cal. Mi abuelo era albañil.
Caminábamos por la subida de Brasil. El trote cansino de los percherones tirando de los carros cargados de carbón, el ruido hueco de sus cascos sobre el empedrado y ese olor inconfundible de mucho Cooke quemado. Qué curioso. Él y mi abuela decían carbón de coque y hasta muy grande, 20 años o más, yo creía que a la planchita de hierro mi abuela la calentaba en carbón de coco. Tardé mucho en relacionar el coque de ellos con el Cooke de  los ingleses. El peñón siempre se metió en el medio.
Finalmente llegábamos al viejo puente de metal, bah yo creía que era viejo –vaya a saber-. Nos parábamos, mis narices contra el enrejado entretejido. Parecido al de madera de la casa de la tía Antonia. Mirábamos pasar los trenes. Su mano no aflojaba la mía. Iban y venían, sonaban los pitos de las locomotoras y el tacatac, tacatac, tacatac, tacatac, al compás de las bielas de las locomotoras. Una vez él, mirando una mucho más chica  que tenían dentro de una vitrina de vidrio en el hall central de la estación Constitución, me dijo que no era un juguete como yo quería, sino una maqueta y que lo que yo creía que era su brazo se llamaba biela. Por eso desde muy chico supe que eran: maqueta y biela. Ninguno de mis compañeritos de la primaria lo supieron hasta que fueron mucho más grandes. Y yo orgulloso, usaba cada vez que podía las palabras biela y maqueta.
Y cuando pasaban los trenes aspirábamos largas bocanadas de humo negro y olíamos ese olor que largaban tan de abuelo. Mientras, yo sentía vibrar el piso del puente bajo mis pies. Pero no me asustaba, me sentía seguro. Porque mi abuelo me tenía de su mano.
Pero mi abuelo se murió. Era el invierno de 1944, mi abuelo estaba triste. Otra vez en Europa los hombres se mataban. Y en su Sevilla ondeaba la bandera de Franco. Que había perdido la franja morada de la republicana. Se ve que para él todo eso era muy importante. Porque mi abuelo no podía dejar de estar triste. Se ahogaba en su tristeza, hasta que el ahogo duró tantos días que su corazón dejó de bombear. Como si a alguna locomotora se le quebrara una biela. El Boby, que lo acompañaba siempre al lado del bracero mientras él tomaba mate y miraba triste, después que se lo llevaron en un carro muy grande y muy negro tirado por cuatro percherones negros y con todo el barrio haciendo silencio y entornando las puertas, se tiró en el umbral de su dormitorio y no comió más hasta que se murió 15 días después. Se ve que al perrito se le ocurrió lo que a mí no, que había una forma de seguir yendo con mi abuelo a mirar pasar los trenes desde el puente. Claro, él era un pichicho. Yo apenas un pichi

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