Era enorme. ¡El
más grande!. Pelo blanco, totalmente blanco. De grandes bigotes también
blancos. Barba mal afeitada, canutos blancos, que cuando me levantaba y me
besaba a pesar de que yo doblaba el cogotito lo más que podía para qué no, me
raspaba con suavidad y dolor. Pero a pesar de su cara de lija, ¡cuánto lo
quería!. Cuando tenía mi cuello lo más estirado y lejos posible, aprovechaba y
me hacía cosquillas con sus bigotazos. Que orgulloso me sentía cuando me venía
a buscar para llevarme a pasear. Él casi no hablaba. Eso sí, me decía Pichi.
Pichi Pichi. Me tomaba de la mano que se
perdía en la suya y me llevaba a ver pasar los trenes. Caminábamos en silencio.
Sólo se oía silbar a su pecho. Como un adelanto de lo que luego iba a escuchar
de las locomotoras. Miraba siempre adelante, tristemente, pero siempre
adelante. Su mirada se perdía lejos, muy lejos. Yo no sabía adonde. Hoy
recuerdo y creo que se perdía en su amada Sevilla que nunca más volvió a ver.
Caminaba despacioso. Ahora me doy cuenta que seguía mis pasitos y los de su
asma. Seguro, me apretaba la mano de la
que me llevaba para evitar sorpresas de chico y yo sentía sus huellas
agrietadas por la cal. Mi abuelo era albañil.
Caminábamos por la
subida de Brasil. El trote cansino de los percherones tirando de los carros
cargados de carbón, el ruido hueco de sus cascos sobre el empedrado y ese olor
inconfundible de mucho Cooke quemado. Qué curioso. Él y mi abuela decían carbón de coque y hasta
muy grande, 20 años o más, yo creía que a la planchita de hierro mi abuela la
calentaba en carbón de coco. Tardé mucho en relacionar el coque de ellos con el
Cooke de los ingleses. El peñón siempre
se metió en el medio.
Finalmente
llegábamos al viejo puente de metal, bah yo creía que era viejo –vaya a saber-.
Nos parábamos, mis narices contra el enrejado entretejido. Parecido al de
madera de la casa de la tía Antonia. Mirábamos pasar los trenes. Su mano no
aflojaba la mía. Iban y venían, sonaban los pitos de las locomotoras y el
tacatac, tacatac, tacatac, tacatac, al compás de las bielas de las locomotoras.
Una vez él, mirando una mucho más chica
que tenían dentro de una vitrina de vidrio en el hall central de la
estación Constitución, me dijo que no era un juguete como yo quería, sino una
maqueta y que lo que yo creía que era su brazo se llamaba biela. Por eso desde
muy chico supe que eran: maqueta y biela. Ninguno de mis compañeritos de la
primaria lo supieron hasta que fueron mucho más grandes. Y yo orgulloso, usaba
cada vez que podía las palabras biela y maqueta.
Y cuando pasaban
los trenes aspirábamos largas bocanadas de humo negro y olíamos ese olor que
largaban tan de abuelo. Mientras, yo sentía vibrar el piso del puente bajo mis
pies. Pero no me asustaba, me sentía seguro. Porque mi abuelo me tenía de su
mano.
Pero mi abuelo se murió. Era el invierno de 1944, mi abuelo estaba
triste. Otra vez en Europa los hombres se mataban. Y en su Sevilla ondeaba la
bandera de Franco. Que había perdido la franja morada de la republicana. Se ve
que para él todo eso era muy importante. Porque mi abuelo no podía dejar de
estar triste. Se ahogaba en su tristeza, hasta que el ahogo duró tantos días
que su corazón dejó de bombear. Como si a alguna locomotora se le quebrara una
biela. El Boby, que lo acompañaba siempre al lado del bracero mientras él
tomaba mate y miraba triste, después que se lo llevaron en un carro muy grande
y muy negro tirado por cuatro percherones negros y con todo el barrio haciendo
silencio y entornando las puertas, se tiró en el umbral de su dormitorio y no
comió más hasta que se murió 15 días después. Se ve que al perrito se le
ocurrió lo que a mí no, que había una forma de seguir yendo con mi abuelo a
mirar pasar los trenes desde el puente. Claro, él era un pichicho. Yo apenas un
pichi
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