-¡Al
que se mueva, lo quemo! Gritó con vos estentórea, una rubia con una 9
milímetros y manos rápidas. En tanto, uno de campera que sólo dejaba ver las
cejas y la comisura de los ojos manoteaba carteras. Asustada una de las hermanas
que estaba mateando con el que en unos días más se volvería a Alemania, le
partió el labio de una piña a la susodicha mina, cuando el de campera le manoteó su cartera. La rubia
se descuidó ante el golpe y se ligó un sillazo que pegó, otra hermana.
El
hermano, era un tipo de suerte. Rajando de la crisis del 2001, había recalado
allá. Y ahora que los europeos se la veían fule, estaba en uno de los pocos países
que se la bancaba. Por eso, se vino nada más que por 15 días. No quería
descuidar su trabajo de albañil. Recién habían terminado una obra y ya
comenzaban otra. Los euros de que podía disponer, le habían dado para el viaje,
y para regalos que les trajo a todos. Y eran unos cuantos, cinco hermanas, los
maridos, los sobrinos… y… Cómo treinta. Él era el menor. Y aún soltereaba, pero
estaba cada vez más enamorado de una turquita con unos ojos y unos labios… Encima
no hablaba y era sumisa. Bueno, esa es la costumbre en Turquía, a la antigua,
el hombre manda y la mujer agacha la cabeza. Encima, cuando hablaban, ella lo
hacía en turco y él en porteño. Sí
los españoles no lo entendían y los centroamericanos mucho menos, imagínense la
turquita. Con los únicos que se entendía, era con lo yoruguas que por supuesto, no querían que les diga así. Pero con la
turquita se entendían por contacto. ¡Qué
piel, qué sexo, mamma mía!
Pero
me fui al carajo. Como les contaba, con el grito del compañero, la asaltante se
distrajo, y otra hermana le pegó un sillazo. Todas se alzaron, también los
maridos y los pibes. La única que permaneció impasible como siempre,
hamacándose en su reposera que le habían comprado para el cumpleaños de noventa,
fue la abuelita. Sólo se movía su boca desdentada con el ligero temblor de
siempre. Ni miraba. Vaya a saber en qué mundo andaba su cabeza, o en que nube.
La
cosa es que los chorros, ante la reacción inesperada de la tribu salieron
disparados, corriendo locamente y con la familia detrás. Vieron pasar una
camioneta a los tumbos por el “mejorado” de la calle… en verdad, el
desmejorado, y saltaron a la caja. A los gritos le decían al conductor mientras
le mostraban el arma, que acelere, que los perseguían unos ladrones. El
fletero, asustado ante la nueve milímetros, aceleró de golpe. Por efecto del
acelere del fletero y de ellos, ambos fugitivos fueron a dar contra el suelo.
La jauría argentino alemana (si el hermano obtenía la ciudadanía alemana, por
lo menos las hermanas, estarían en condiciones de obtenerla también) se
acercaba a todo lo que daba. Ellos corrían lo más rápido que podían. Un inspector
de tránsito, al ver la escena simuló tener un arma bajo la campera. Sólo era un
celular, pero el de la campera, que hacía poco había terminado de purgar su
primer condena en un penal provincial, ya no
sabía ni donde tenía la cola la vaca.
La rubia que ya no era rubia porque se le había caído la peluca con que se
había camuflado tiró el arma a la zanja para desagües pluviales y se entregó.
Lo mismo hizo el de la campera.
El
clan de asaltados quiso aprovechar para lincharlos, pero el humilde inspector de
tránsito con su módica arma celular bajo las ropas los disuadió. Y los
convenció, para que lo ayudaran a llevarlos a la comisaría, donde los entregó.
Mientras, un vecino rezagado, aprovechó la turbulencia para levantar el pistola
tirada en la zanja y llevársela. Por si acaso tuviera que defenderse de algún asalto.
O si encontraba un interesado, o reducidor, venderla y hacerse unos manguitos
que nunca vienen mal.
Al
día siguiente, en primera plana del diario del pueblo, salió: Mujer
policía vecina, involucrada en un asalto. Sorpresa en el pueblo, más, porque
la involucrada habitaba un pueblo vecino. Y usted sabe, en los pueblos, todos
se conocen. Como la mano venía pesada, el comisario, más rápido que un bombero levantó el sumario, los mandó entre rejas
y convocó al juez de turno. Éste, se
molestó porque lo habían llamado a finales de enero. Cuando por la feria judicial
(¿le dirán así por lo que ese oficio tiene de compraventa?), él estaba cargando
con los asuntos de cuatro juzgados. Pero fue, otra no le quedaba, e inició los
interrogatorios.
El
de la campera, era fácil. Portaba cara, color de piel, y antecedentes. No
obstante el juez subrogante, se llevó una primer sorpresa. Estaba trabajando de
albañil. ¿Y dónde? En la casa que asaltó. Por eso llevaba la campera con la
capucha que le tapaba toda la cara. Y la que amenazó a los gritos fue la mujer.
La que por bocona, se comió un labio partido. Pero segunda sorpresa. ¿Qué hacía
esa mujer policía con una foja de servicios impecable, metida en ese hecho? Lo
ayudó a investigar, enterarse que el de la campera, vivía en la casa de al lado
de ella. Pero el choreo no se contagia por vecindad. ¿Qué la llevó, a asociarse
con el albañil que había armado el “bondi” con los datos que había levantado
trabajando en la casa de las víctimas? ¿Qué lo llevó a él a reincidir?
Y
ahí surgió una historia de amor. Charla va, charla viene, empezaron a salir.
Sólo como amigos. Él le contó su historia. Enamorado de una mujer, esta no se
conformaba con su amor y su condición de humilde albañil. Le pedía cada vez más
dinero. Hasta que un día en un rapto de ira le espetó: -¡y bueno, si lo que
traes es lo único que podés ganar, salí a robar! Para él, fue como una orden.
Aprovechando, las vacaciones de la gente de una mansión del country, salto el
alambrado, rompió la puerta de atrás y entró a embolsar todo lo que veía
brillar. Más allá de los nervios de la primera vez, las cosas le resultaron
fáciles.
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