jueves, 2 de agosto de 2012

Manos


Tocando el pan con los manos…
Se acercaba la mitad del siglo XX. Los Señores Vasena y don Hipólito, desataron una semana, radicalmente trágica. Resolvieron a tiros la huelga en los talleres metalúrgicos. Remató un anti-personalista  alvearizando al gobierno. Cuando el ex comisario y pequeño terrateniente volvió a yrigoyenizarlo, sólo leía solo, el diario que le imprimían “sus amigos”. ¿Se hacía el distraído, o su cabeza estaba en otro lado? Ya viejo, tal vez en el Averno.
Chirinada. Uriburu “hizo patria” un año. Fraude va, fraude viene. Luego, un Justo que no era Juan Bautista Justo, sino Agustín Pedro DESAjusto. Los obreros de la construcción reajustaron al desajustado, con tres meses de huelgas, cascotazos, algunos muertos. Luego un diabético amargado y anti-personalista, acompañado por un Castillo de naipes de nombre Ramón. Desastre nacional. Indecisión sobre la 2ª guerra europea. ¿A quién apoyar? Europa se creía el mundo, y la llamaba: Segunda Guerra Mundial. ¿O el nombre se lo dio la isla japonesa. La que provocó  en Pearl Harbour a USA, y rápido el tío Sam mandó soldados a fines del 41. Y... murieron miles de soldados brasileros.
En Buenos Aires, algunos oficiales le habían tomado el gusto a las chirinadas. Se habían unido en un grupo. Para unos, puro grupo. O un asunto, de a quien servir en la matanza europea. Pero otro, pensaba más allá. Y hacía. Desde la Secretaría de trabajo y Previsión, prevenía. Mejor “prevenir que curar”, dar un poco, que perder todo. Una cosa,  quedarse con algún vuelto.  Otra, con toda la torta. Claro, los desajustadores, odiaban repartir algo. Así, que mejor aislarlo. Y para aislarlo, qué mejor que Martín García. Pero no contaban con la astucia de la compañera. Y la organización, de los que prefirieron pan para hoy, que promesas para mañana. Los desajustadores se asustaron y levantaron los puentes. Los obreros del sur, igual cruzaron el Riachuelo. En bote, lancha, nadando, como fuera. No querían que les quiten de la boca, el pan recién conseguido. Y para dar fe que estaba vivo y nuevamente en su lugar, el coronel apareció en el balcón. Por diez años, no se iría de él.
Los padres del viejo de nuestro cuento, eran muy jóvenes. Él, una historia de lucha  en el frigorífico. Ella…, lo de siempre… fregar, cocinar, lavar la ropa… Pero esta vez había escuchado que una piba de su edad, y linda como un sol, al frente de los negros de Avellaneda y  Mataderos, llevaba pelea para liberar a su hombre. Así que en menos que canta un gallo, se había sacado el delantal y con su hombre, se fue para la Plaza. Ahí estuvieron los dos contentos, poniendo el pecho, levantando sus manos al balcón y lavándose las patas en la fuente. Tenían dos pibes que quedaron en casa. Llorando abrían sus manitos llamando.
A partir de ese 17 de octubre, mucho cambió. Comían todos los días. Dejaron de pasar necesidades. Los hijos, serían profesionales. Pero su niñez, la pasaron en la universidad de la calle. La calle pasó a ser su madre, mientras su madre trabajaba en la calle. Recorría el barrio hablando con las vecinas, para que ninguna olvidara lo nuevo que vivía. Los contreras sabían hablar, eran doctores, ellos simples obreros y amas de casa.
A los chicos se les cerraron las manos en un puño, cuando en 1955 vieron como la policía se llevaba presa a su madre. Los despedía, sacando la mano por la ventanilla del autito de la “cana”. Se despedía haciendo la V. La misma V que habían hecho los gorilas en señal de  “Cristo vence – victoria”, cuando Aramburu y Rojas expulsaron al líder de la Rosada. Luego los de abajo, trocaron esa misma V, en Perón Vuelve.
Y la calesita del destino, nunca más quedaría mano a mano…  


La llegada del relevo
El país ardía,  mucho más, los jóvenes. Ardían por todos lados. Ideas, sexo, ilusiones. El mundo ardía. África y Asia dejaban de ser colonias. París, levantó fiebre en mayo de 1968. La primavera llenaba de flores a Praga y de tanques rusos. Aquél sueño, se había vuelto pesadilla. Tras su blindaje paquidérmico, llevaban los restos mortales de la última ilusión del siglo XX. Los vietnamitas, los negros y la juventud universitaria norteamericana, acababan con más de 30 años de guerra en Vietnam y muchos más de colonia. En un largo lagarto verde del Caribe de Guillen, barbudos desarrapados, estudiantes, y gastronómicos, habían volteado a milicos bananeros. Comenzaban una pachanga, poblada de esperanzas.  
Acá en el sur, hijos y nietos de 1918, retomaban viejas luchas y nuevas calles. Ya no estaba en el poder, quien redistribuyendo había pacificado el país. En 1955, los desajustadores lo habían echado. En 1958, sucesores de los obreros de Vasena defendieron la historia de Lisandro de Latorre, escudanso al frigorífico que llevaba su nombre. A tiros y gases, se lo quedaron otra vez, los “Roca Runciman” de la segunda época del siglo. Palos y piedras, frente a tanques y tanquetas. A ese ritmo, los estudiantes desbordaron las calles contra la privatización universitaria. Ya lo habían hecho en 1956. La saga continuó en 1969. Córdoba escuchó tronar a sus obreros. Volvían a exigir que se repartiera con mayor justicia, lo que producían sus manos. Otra vez, los estudiantes acompañaron. Hostigaban a policías y militares desde su tradicional bastión del barrio Clínicas. “El Cordobazo”, tuvo acta de nacimiento. Por si a los militares no les alcanzaba, lo coronaron con un Viborazo dedicado al milico interventor desvergonzado, que los había llamado víboras.
Contagiados por la maroma, jóvenes de diversos pelajes políticos pero no gorilas, se sumaban a lo que la maroma traía. Los jefes, recorrían el país.
Quiroga, fue a armar “orga” a Corrientes. De día se militaba, de noche, guitarra y “movida de tabas”. Alegraba el Chamamé, saltadiito, al compás de la cordeona. Las chicas suspiraban por el “porteño”. Alto, grandote, ojos azules, vozarrón de macho. Y… ¡Cómo fumaba…! Parecía el Clark Gable. Y miraba, cómo miraba. Parecía el Alain Delon. Dos generaciones se juntaban. Sus manos de dedos largos, eran toda una promesa. No se podía saber nada de él, era clandestino. Corría el rumor de que se había cargado  un cana, que tiroteó a unos cumpas.
A saltitos acompasados, una noche se enamoraron. Noche correntina, ardiente, corría la caña y la grapa. Y los ojos de ese porteño, su cabellera, sus bigotazos…

El codo sabio
Las caderas de la morena se movían mejor que nunca. Y sus ojos verdes… cruza de África y Alemania, parecían hablar… -¿De qué? De amor, boludo. El comentario y el codazo del amigo, lo hicieron aterrizar, la tenía con él. Se fueron del baile pateando piedritas y hablando de revolución. ¿Por qué las armas? –Y, sino, te amasijan como a Pampillón… Decía él, con voz grave y gestos de gravedad. Mientras, ella se sentía ingrávida como Gagarin en el cosmos.
Piedrita va, piedrita viene, lo fue llevando a la orilla del río. El Paraná les hablaba al oído. A cada uno, cosas distintas. Pero les sonaban iguales. La luna contenta los miraba cómplice, sonriendo. Hasta los grillos cantaban para ellos. En el aire, luciérnagas y Tucu tucus también les hacían guiños. Ella, imaginaba un hijo muy lindo, con los ojos y el pelo de ese churro. Él, tener ese cuerpo entre sus manos, sus dedos. Lo imaginaba vibrante, excitado, diciéndole cosas dulces. Ya en la orilla, una mata de pasto los acogió. Derramaron besos por todos lados. Los vientos revolucionarios habían levantado cualquier tabú. Ella sintió que él entraba hasta el fondo más recóndito de su alma. Él, que se le iba la vida en ese final cuerpo a cuerpo. Jadeantes, se miraron y se besaron tiernamente. Él la miró, con la sonrisa que la sedujo. Ella, se dejó estar entre sus brazos. Se durmieron. Ella soñó con un bebé. Él, con la toma de un cuartel. Ambos, despertaron radiantes. Vergonzosa, no le contó su sueño. Él, orgulloso, contó el suyo. –Íbamos en varios autos. Una compañera desde adentro, nos facilitó la entrada. Temblaban, como vos anoche. Todo se tensaba, y en un de repente, todo se acabó. Habíamos triunfado. Ninguno sabía, que había existido un tal Freud. Ni les importaba. Estaban muy contentos con sus sueños. Aunque ella no entendía por qué, no se había animado a contarle el suyo al compañero. Unos días más de reuniones y preparativos. Y… de noches de amor. Luego, la despedida. Algunas lágrimas en los ojos de ella, un nudo en la garganta de él.
Un par de meses después, la noticia inesperada. Estaba grávida. Los separaban mil kilómetros y sueños diferentes. Él quería acunar la revolución. Ella también, pero no sin acunar el hijo que llevaba en sus entrañas. Para él, la revolución, era el paraíso para los hijos que vinieran. Para ella, el paraíso de este hijo por venir. Cartas, teléfono escaso. Eran caras las llamadas y se interponía la clandestinidad. Él, explicaciones. Ella, llantos. Finalmente, cortaron. Un tiempo después, ella feliz con su niño y enojada con él, que se había borrado. Él, perturbado por el arrullo del Paraná. Ella arrullando a la criatura, mientras no podía dejar de odiar al porteño.

El tiempo pasa… y la revolución no llega…
El tiempo, indefectible, siguió su curso. Quiroga, arriesgó la vida, muchas veces más. Estaba entre los más buscados. Hasta figuró en un cartel pegado en las paredes, como los “wanted” del “far west”.
Como el lector podrá imaginar, otra mujer se le cruzó en el camino. También compañera… y de armas llevar. Durante una acción, la policía logró detenerla. En una de comandos, él y un grupo de compañeros la liberaron. ¿Qué más hacía falta para qué naciera el amor? Instalados como pareja, ella quedó embarazada. A él, se le cruzaron los fantasmas de Corrientes. Pero esta vez, no haría lo mismo. Ya vivían juntos y todo pintaba optimista. La oleada revolucionaria crecía. Incluso, volvió por unos días el viejo líder. Los presos políticos, fueron liberados en masa. Se pusieron a buscar nombres. Si era varón, Solano, viento del este. Si venía mujercita, Eva, la primera y única mujer. Y nada más ni nada menos, que el nombre de la que hizo del líder, la razón de su vida.
Nació una hermosa Evita. Luego, todo se volvió a complicar. Y, a pura pérdida. Cuando advirtió que el cerco se cerraba sobre él, en acuerdo con su compañera, huyó al exterior. Ella se escondió en un ignoto pueblo del que él era originario, pero en el que ella no era conocida. Los familiares de él, que no andaban en nada “extraño”, la podían cuidar. Durante un tiempo, ninguna noticia de él. De país en país, de changa en changa. Buscaba refugio y conspiraba. Volver, y hacer la revolución. El tiempo se fue espaciando, era muy difícil, casi imposible comunicarse. Alguna carta pasada por varias manos, para que los que los buscaban para matarlos no se “avisparan” donde se refugiaba ella con Evita.

El tiempo… la pregunta…
Evita crecía y preguntaba por el papá. Todos los chicos del jardín tenían papá. La mamá le explicaba, había tenido que emigrar. Igual no entendía. En el pueblo, había otros papás que habían emigrado. Pero… ¡Les escribían a sus hijos! ¿Por qué, el suyo no? Entonces, las manos de la madre sacaban esa única carta y se la leía. Acentuaba el párrafo donde el papá preguntaba por Evita y le mandaba muchos cariños y promesas de regalitos a su vuelta.
Él, desde el exterior, seguía preparando la revolución. Un día sus jefes lo mandaron de vuelta al país, había llegado el momento de reiniciar operaciones. Decidido, no dudó. De yapa, volvería ver a sus dos amores. Pero, alguien lo había “cantado”. Su primera cita fue con un albañil en el andamio de la obra en que trabajaba. Estaban en un noveno piso. Lo notó nervioso. Entró, en alerta. Por el rabillo del ojo derecho, vio a unos gendarmes subiendo desde el otro lado de la construcción. Rápido, se escurrió por donde había llegado y en el  punto oportuno saltó al techo de una casa. Y de casa en casa atravesó la manzana. Mientras, los gendarmes mataron al pobre desgraciado que bajo tortura había batido. Él, se les escapó. A rajar de vuelta. La puta q’ lo’ parió… Y sin haber podido estar ni una sola vez con su amada, ni con Evita, su amor ignoto.
Mientras, la farmacéutica, cada vez que Evita lo reclamaba, volvía a leerle la única carta. La que Evita no entendía, por más besitos y promesas de regalitos que trajera.
Inesperadamente todo cambió. Elecciones, los civiles volvían al gobierno. Él, a su Patria y sus dos amores. Pero,  nada era igual. Con la farmacéutica, se sentían dos extraños. Se separaron. Evita, preciosa y distante. No le perdonaba los años de ausencia sin cartas. Lo llamaba. Cada vez que acudía, lo expulsaba. La adolescente, ya no lo quería a él. Sólo quería, ser él.

Duro adolecer
Sexo, drogas y rock’n roll. La madre, desesperada, él impotente. No sabían qué hacer con ella. Ruta, moto de alta cilindrada, el novio al volante. Merca también, en alta cilindrada. Un camión zigzagueante, una mala maniobra, los dos volando por los aires. El muchacho, conmoción cerebral. Sobrevivió. Ella, una fractura. Ambos, creídos ser inmortales. Accidente y delirada. El destino era claro. Lo coronó el embarazo. Se fueron a vivir juntos en la casa de la madre de ella. Luego, al rancho propio. El romance sabía de golpes y noches pasionales. Luego, de la criatura. Los padres de ella, los ayudaron económicamente. Lo que junto a los mangos que el pibe juntaba en su tallercito, los mantenía. Los golpes y la “merca” seguían. Ella, consiguió de maestra. Largó la “merca”, se largó a criar al gurí. Él torneaba piezas, y de noche, cuando el pibe no lo dejaba dormir… Torneaba a la mujer y al pibe. Patadas y trompadas.

Forjándose a golpes…
Finalmente, como dios manda, se separaron. La muchacha largó la “merca” y se volvió obesa. No paraba con pan, pastas y dulces. El padre y la madre, cada uno desde sus destinos de vida, la ayudaron. La joven madre, se dedicó mucho al hijo y en los ratos libres, colaboraba en una organización de ex adictos. También, algún que otro novio. Finalmente el diablo metió la cola y se enamoró de un forjador. Sí, de esos que trabajan con yunque, martillo, hierro al rojo. Otro al que le gustaban los fierros, para una piba hecha a golpes.  Y desde siempre, con “fierros” en la sangre. Éste, también la mataba a trompadas. Volvió a vivir en casa de la madre. Al tiempo, ésta, con anuencia de su ex marido y padre de la piba, se mudó a la casa que él había heredado de los padres y que estaba desocupada. A la nuevamente suegra, se le volvía imposible convivir con los golpes del forjador sobre su hija. El nuevo romance de la piba, que ya no lo era tanto, duró unos años. Luego, lo de siempre, acentuado por el alcohol. Finalmente el tipo se fue. Poco después, le refregó una nueva minusa, paseándosela por las narices de la puerta de la casa. Para la piba, fue lo más. Se mandó una caja de barbitúricos sustraídos de la farmacia de mamá. Después, le mandó un mensajito de texto al hijo. Sí, ya había celulares. Le dijo: –cuidáme al Santo (el perro) y a los gatos. El pibe, que estaba en la pileta del club, salió corriendo en malla y ojotas tan rápido como le daban las piernas. Un horrible presentimiento lo azuzaba. Cuando llegó a lo de la madre, la encontró tirada en el suelo. Llamó a la ambulancia, que la cargó para la guardia. Ahí, lo de otras veces. Lavaje de estómago, cafeína, intubación, oxígeno. Al padre le avisaron por teléfono. Acudió presuroso. Cuando volvió en sí y todo estuvo bien, la puteó de arriba abajo. Mientras, llorando y a los gritos, le declaraba un odio proporcional al amor que le tenía y que suponía no correspondido. No podía entender, cómo le, había hecho eso a él.

El sueño del final.   
Para el ahora definidamente viejo, pasaban los años, las mujeres, las luchas. Pasó la vida. Y se sabe, “la vejez no viene sola”, viene mal acompañada. En plena decadencia, tuvo un sueño. Como antaño, se zambullía en el Paraná. Nadaba contra la corriente para llegar a un muelle. En él, estaba su madre, la correntina a la que hizo madre no reconocida, y su mujer al momento del sueño. A la que hacía tiempo, no cogía. A pesar que la amaba, no se le paraba. Llegado con esfuerzo al muelle, las mujeres ya no estaban. Subida la escalera, encontró sobre las tablas, unas manitos abiertas de chicos. Estaban, como pidiendo limosna. Dos, de un bebé chiquitito, recién nacido. Las otras dos, como de una nena grandecita. Más o menos, de la edad que tenía su hija cuando él se tuvo que exiliar.

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