Me resultaba fascinante. La puerta del baño
entreabierta, mi papá de pie frente al espejo del botiquín. Yo, mirando de
abajo. Él, refregaba la brocha contra un pequeño recipiente hasta que la espuma
de jabón recubría totalmente los pelos de la misma que quedaban enrollados y
terminados en un puntita, como un rulo. Luego se mojaba la cara y se pasaba la
brocha con el jabón espumado, hasta hacerlo explotar contra ella. Sabía mucho
de brochas, porque era pintor de paredes... y de cuadros. Claro que con estos
usaba pinceles que eran como brochas, pero chiquititos y chatitos a veces
redonditos. En cambio con las paredes usaba brochas parecidas a las de
afeitarse, pero muu...cho más grandes. Con un mango de palo terminado en punta.
En cambio el manguito de las brochas de afeitarse era distinto, de metal o de
madera, pero torneado con firuletes. Así decía mi papá: con firuletes. Yo no
entendía muy bien, porque cuando bailaba con mi mamá, también decía que bailaba
la milonga con firuletes. Se ve que los firuletes son importantes. Cuando se
había llenado de espuma la cara, agarraba la maquinita -de hierro, con un
manguito que se atornillaba arriba a una chapita que tenía dientes, sobre la
cual ponía la hojita de afeitar. Con esta había que tener mucho cuidado porque
era muy filosa y cortaba. ¡Sí me habré cortado veces, haciendo deberes para la
escuela, o cuando se me dio por hacer barriletes, o avioncitos con madera
balsa! Porque la yilet, servía para muchas cosas. Luego se colocaba otra
chapita medio curvada más chica, y finalmente se atornillaba el manguito.
Terminado de hacer todo eso mi papá se pasaba la maquinita por la cara y se
sacaba la espuma explotada. Yo no entendía para que se la ponía, si después se
la sacaba. Algo me imaginé, cuando me acordé de que mi abuelo el español,
cuando se ponía cariñoso me raspaba la cara con la suya que tenía barba.
Seguramente mi papá se sacaba eso con la maquinita, para no rasparme la cara.
Mi abuelo, el teniente coronel, también se afeitaba. Y yo tampoco entendía. Y
menos aún, porque los fines de semana en vez de hacérselo él, venía Carmelo el
peluquero para afeitarlo y cortarle el pelo. Se ve que era costumbre de militar
eso de cortarse el pelo todos los sábados. Mi papá lo estiraba más, igual que
yo, a una vez por mes. Eso sí, los tres, ¡Americana bien corta!. Nunca supe si
por moda o para ahorrar. Además, cuando venía Carmelo, lo afeitaba con navaja a
mi abuelo. Me encantaba ver como estiraba una especie de cuero que tenía, y
sobre él afilaba la navaja. La navaja iba y volvía sobre él, de la mano de
Carmelo, que en cada cambio, con un movimiento de los dedos que yo casi no
veía, daba vuelta el filo sobre el cuero. Así que era de un lado y del otro, de un lado y del
otro. Luego, para probar si había quedado filosa, usaba la yema del pulgar
izquierdo. Valiente Carmelo, yo no entendía como no se cortaba. Si andaba mi
papá por ahí, se armaban unos debates interminables sobre que era mejor, la
navaja o la maquinita -como llamaban a la otra-. El peluquero y mi abuelo defendían
la navaja y decían que mi papá no entendía nada porque era joven. Más adelante
mi papá me iba a decir lo mismo a mí -que yo no entendía nada porque era
joven-. Siempre los viejos se creen que los jóvenes no entienden. A veces
tienen razón, otras, son ellos los que no entienden. Pero, durante la semana,
el tatata se afeitaba solo. Después, no sé si fue porque tuvo más plata
o por los fomentos, el tatata los sábados iba a la peluquería. Corte de
cabello, afeitada, fomentos, cuidado de manos. Esto último mi papá no lo
entendía. Le parecía cosa de "minas". Que lío con esta palabra. Mucho
tiempo creí que los mineros eran los hombres que tenían muchas
"minas". Después eran los que andaban sucios de carbón y tomaban
mucho vino. Recién empecé a entender un poco más, cuando empecé a apoyar sus
huelgas. Mientras, yo miraba asustado la cara de mi abuelo envuelta en toallas
que echaban humo, después me dijeron que era vapor, lo que no me aclaraba
demasiado. Carmelo para calmarme me daba algún caramelo. ¡Qué ricos que eran!
Nunca me di cuenta hasta ahora, que Carmelo y caramelo suenan parecido. ¡Qué
nombre Carmelo! Eran otras épocas, los nombres eran más impresionantes. Mi papá
tenía un primo, bah, el esposo de una prima, bueno tampoco, porque en la casa
en que vivía estaba casado con otra mujer. A la prima de mi papá la visitaba
seguido. Era linda la prima de mi papá. ¡Tan rubia...! Mi mamá decía que era
falsa, que era rubia oxigenada. También me llevó mucho tiempo entender que
diferencia hay entre las rubias y las rubias oxigenadas. Ella también tenía un
nombre imponente, se llamaba Fermina, y él, el esposo que no era, pero que
andaba en piyama por la casa de ella, se llamaba Marcial. Y lo era, era
grandote... ¡mucho más que mi papá!, sin embargo no era militar. Decían que la
había conocido en el Maipo, porque Fermina era corista del Maipo. Yo creía que
cantaba. Pero no, parece que bailaba. Con muy poca ropa. Mi mamá la criticaba
por eso, y porque tenía un hijo de padre desconocido. David se llamaba. Siempre
me desconcertó que tuviera ese nombre. Más, cuando por un amigo de mi papá que
se llamaba igual, me di cuenta que era un nombre que usaban los judíos. ¿Habrá
sido judío el padre desconocido del primito de mi papá? Primito le decían,
aunque era grande, un poco menor que mi papá, pero no mucho. Porque parece que
Fermina lo había tenido cuando era muy chica. Se ve que algo le pasó a David
con esa mamá, porque en vez de novias tenía novios. Pero me enganché con los
nombres y me fui de la peluquería. Era grande, linda, con baldosas blancas y
negras como tablero de damas. Tenía una máquina grande como un tanque de acero,
brillante, con un globo grande arriba. De ahí sacaba Carmelo los fomentos. Yo
me imaginaba que si se enojaba, me podía tirar adentro y que eso sería como el
infierno del que me contaba siempre mi tía Yolanda (otro nombre de esa época)
Pero la verdad, Carmelo nunca me hizo nada malo. Fuera de cortarme el pelo.
Pero que linda la peluquería. Grande como salón de baile. Casi como el correo
que estaba al lado, con su buzón rojo en la puerta. Y el bar billares. Jugaban
los Navarrita ahí. Que genios. Con un taco, tres bolas de marfil y un paño
verde eran capaces de hacer cualquier pirueta. Pero a ellos no los retaban. A
mí sí, no me dejaban hacer piruetas porque decían que me podía lastimar. Hasta
me ligaba algún chirlo por hacer piruetas. Yo no entendía. ¿Si no querían que
me lastimara, por qué me pegaban? Enfrente estaba la plaza. Que linda la plaza
Flores. Primero por sus juegos. Después por las carreras de sortija el día de
la tradición. Después por las novias, los bancos, y las promesas. ¡Qué lindas
son las promesas! En la librería que funcionaba al lado del correo, además de
papel, sobre y lacre, vendían muchas cosas más. Entre ellas, unas tarjetas que
traían declaraciones de amor para hacer en verso. Tal vez desde entonces se
diga: "hacer el verso". El negro, mi primo que había llegado a jugar
en la 3ª de Lanús y cantaba tangos, se las compraba, y cuando íbamos a bailar
le recitaba de memoria a su compañera de baile la que correspondiera, según el
color de pelo o de ojos. Y ellas se ponían locas, se creían que mi primo era un
poeta. Se ve que no sabían lo de las tarjetas. Y él se reía con esa risa
ingenua que tenía, creyéndose que era un "piola" bárbaro. Un buen
tipo mi primo, un poco vago, pero buen tipo. Se recibió de letrista. Pintaba
carteles para inmobiliarias, negocios y vidrieras. Vaya a saber por donde
andará ahora mi primo el negro. La peluquería en el frente tenía un gran
cilindro inclinado pintado a bandas blancas y rojas. Siempre parecía que estaba
dando vueltas. ¿O estaría dando vueltas?
Mi abuelo el coronel, después de cada
afeitada en la pensión, le regalaba la hojita que había usado a mi papá. Y mi
papá la usaba tres o cuatro veces más. El tatata decía que a él le
raspaban. Mi papá decía que no, que eran mañas de viejo, que las hojitas
todavía servían. No creo ni una, ni otra cosa. Creo que lo que pasaba, era que
esa era la forma que mi abuelo había encontrado para regalarle las yilets, y mi
papá para aceptarlas. Disimulaban así, la diferencia económica que a mi padre
lo agobiaba y a mi abuelo le dolía. Entenado, había sabido de pobrezas.
El coronel todas las semanas le compraba a
Carmelo el mismo número de la lotería. La ilusión mayor era para navidad. Nunca
sacó más que terminación. ¿Con que fantasearía mi abuelo cada vez que se
compraba un número? ¿Repartir la plata entre los hijos, comprarse algo él,
mandarle una parte a la "querida" que había dejado en Jujuy? Vaya a
saber. Lo evidente, es que no era rico cómo creíamos nosotros.
Tres meses después de su muerte, pasó mi
madre por la puerta de la peluquería. Carmelo la vio a través de la vidriera.
La llamó, -señora, señora...- (en esa época todavía mucha gente se trataba con
respeto) Mi mamá se dio vuelta y lo esperó, se dio cuenta de que algo le quería
decir. Y se lo dijo. -¿Sabe? esta semana salió con el primer premio, el número
que su papá me compraba todas las semanas.
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