De las primeras veces que me llevaron, no
me acuerdo. Según me dijeron fue a la del parque Lezama, en brazos. ¿Habrá sido
de mi mamá o de mi papá? Me acuerdo de la de Yerbal. También la miraba de
abajo. Los caballitos me parecían terriblemente altos. El coronel quería que
anduviera solo en ellos. Quería que fuera valiente. Yo no. Estaba seguro que me
iba a caer, y el suelo estaba muy lejos, además de que la calesita daba vueltas
e iba rápido. Por lo menos así lo sentía yo y me daba mucho miedo. Así que las
primeras vueltas también fueron en brazos, tampoco me acuerdo de quien. Después
me sentaron en un asiento ancho y seguro, en lo que parecía un carro. Mis pies
no tocaban el suelo, colgaban, pero no estaban tan lejos del mismo. Además el
carruaje estaba sobre el suelo de la calesita y lejos de los bordes. Ahí me
sentía seguro. Aunque en cada vuelta no podía dejar de mirar a ver si mi mamá,
o mi papá, o el coronel estaban. ¿Y si se olvidaban de mí y se iban? Pero no,
siempre estaban. Así que poco a poco me fui ocupando de otras cosas. La primera
que atrajo mi atención fue la sortija. Y los otros chicos que me fascinaban.
Parados trenzaban sus piernas en el fierro que sostenía el techo de la calesita
(siempre con forma de bonete de payaso). ¡Esos sí que eran grandes! Y tenían
que pelearla, porque el calesitero hacía lo imposible para que no la saquen.
Movía endiabladamente la muñeca y hacía mil piruetas con la pera de madera y la
sortija. Pero alguno de ellos, siempre se la sacaba. Algunos se combinaban.
Iban uno detrás de otro, ocupando varios palos de la calesita. Finalmente
alguno lo agarraba cansado o mareado, que se yo, y se la sacaba. ¡Esos sí que eran grandes! No los chiquitos
que sentados en los caballitos, estiraban la mano y el calesitero les ponía la
sortija. ¡Así cualquiera! Jamás hice eso. Me daba vergüenza.
Cuando crecí un poco quise subir solo a la
calesita. Me agarraba del fierro y tiraba levantando mi pata izquierda. ¡Que
alegría el día que lo logré! Ahí sí sentí que había crecido. Y la sonrisa del
tatata. Todos los domingos me daba un peso el coronel. Yo me los gastaba en
figuritas y calesita. Más adelante vinieron las bolitas. Figuritas Godet.
Venían con los chocolatines. Era fantástico. ¡Con lo que me gustaban los
chocolatines! Encima traían esas figuritas tan hermosas. Brillantes, con los
aviones y los soldados de la segunda guerra. La que más me gustaba era la del
paracaidista cayendo con su paracaídas abierto y su ametralladora en los
brazos, listo para tirar tiros. ¡Ese era valiente de verdad! Cuando me sacaba
una y la miraba, me daba un poco de vergüenza recordar mi miedo a montar el
caballito alto de la calesita. Pero después me consolaba pensando que al fin y
al cabo yo era chiquito y el soldado grande. Seguro que cuando fuera grande yo
también me tiraría en paracaídas con mi ametralladora bajo el brazo.
Cuando aprendí a subirme solo a la
calesita, me di cuenta que había chicos que se subían con la calesita
andando, y que se largaban andando también.
¡Igual que los grandes en el tranvía... y el colectivo! Se me metió en la
cabeza que yo también tenía que hacer eso. Para ser grande... Así que un día,
mientras esperábamos que parara la calesita, me solté de la mano que me tenía y
salí corriendo. Cuando pasó el primer palo de la calesita salté y me agarré
fuerte... y la calesita me arrastró un ratito. El suficiente para que las
rodillas me sangraran como nunca había visto. ¡Qué jabón! Pero lo que pasó fue
que cuando no alcancé al piso de la calesita y me quedé colgando pensé, -si me
suelto me mato- y aunque aún no sabía que quería decir matarse, sabía que era
algo terrible, porque mi papá siempre lo decía con tono terrible, así que
decidí no soltarme por más que las rodillas me raspaban y mi cuerpo pegaba de
un lado para otro haciéndome acordar a las banderas con el viento. Las manos de
las que me había soltado vinieron rápido a socorrerme y consolarme, porque como
se imaginaran lloraba como un marrano. Tampoco sabía que era un marrano, pero
cuando lloraba mucho, mi papá me decía que lloraba como un marrano. Un día supe
que era llorar como un marrano y no me gustó. Me habían llevado al campo, a un
lugar que tenía criadero de chanchos. Parece que había una fiesta grande. Se
casaba alguien. Tal vez la hija del dueño. Sí, debe haber sido la hija del
dueño, porque había tanta gente junta como yo no había visto nunca. Y encima
comiendo. Me dieron ensalada de apio. Nunca volví a comer un apio tan rico. Y
en un momento un señor juntó a todos los chicos que empezaron a gritar ¡padrino
pelado! ¡padrino pelado! y a mí me extrañaba
porque si bien era viejo, tenía como 35 años, no era para nada pelado.
Se ve que todavía no era lo suficientemente viejo para ser pelado. Aunque yo
conocía muchos viejos -mis 2 abuelos- que no eran pelados. Y el señor que no
era pelado, igual no se ofendía y encima entró a tirar monedas para el aire.
Así que cuando vi eso me tiré con el montón a agarrar todas las que pudiera.
Pero estaba lleno de chicos más grandes que yo, así que tironeando y revolcado
no agarré más que dos. ¡Qué lástima! Porque el padrino que no era pelado pero
sí viejo, había tirado un montón. Bueno, en esa fiesta, no sé a santo de qué,
(esta frase tampoco sabía que quería decir pero se la escuchaba decir a mi papá
cuando algo que hacía mi mamá lo malhumoraba) nos llevaron a conocer los
criaderos. Cuando íbamos llegando al de chanchos, sentí unos gritos
espantosos por los que pensé que estaban
fajando a algún chico como yo, pero no, estaban degollando a un lechón, que
también era chico pero chancho. Los únicos que había visto hasta entonces (no
había televisión) era a los tres chanchitos dibujado en las ediciones de
Constancio C. Vigil. Eran tan lindos y simpáticos, lo que era lógico, porque
eran buenos. Dos un poco vagos, pero buenos. No malos como el lobo. Ese sí que
era feo y malo. Además el tercer chanchito además de bueno era trabajador y
encima con el oficio de mi papá y de mi abuelo el de los ojos tristes y los
grandes bigotes. Así que no me gustó ver degollar al chanchito encima de una
carretilla. Tampoco que juntaran la sangre para hacer morcilla. Ya cuando fui
grande, tenía como 10 años, vi degollar chivitos. Me daba un poco de pena,
mucho no me gustaba, pero lo disimulaba porque mis primas se ponían a llorar como
unas tontas. En general las mujeres no querían ver como los degollaban. Así que
yo me las aguantaba, porque mi papá me lo decía siempre -los hombres no lloran-
Así que estaban las mujeres que lloraban, los hombres que no llorábamos y mi
mamá. Ella tampoco lloraba, sin embargo no era hombre. Bueno, era mi mamá.
Pero vuelvo a la calesita, porque me
gustaba mucho la calesita. Tenía esa música... que después se fue perdiendo...
¡Qué lástima que se fue perdiendo, alegraba el corazón! Nunca me expliqué como
se podía alegrar el corazón, pero además de que mi papá lo decía, yo sentía que
se me alegraba mi corazón cuando cruzábamos para ir a la calesita y yo iba
escuchando esa música. No sé que pieza tocaban, parecían todas iguales, pero
tenían ese sonido que después le escuché al organillero -el del loro y las
tarjetas con la suerte-. ¡Qué lindo sonido! Luego no lo escuché más. Peor
todavía, cuando llevaba a mis chicos, pasaban a palito Ortega cantando La
Felicidad. No podía entender como podía ser feliz cantando tan mal. Se los
digo yo que soy muy infeliz porque canto muy mal. Bueno, pero vuelvo porque me
estoy yendo otra vez. Finalmente aprendí a subir caminando a la calesita. Así
que tenía que aprender a largarme caminando como hacían los otros y los grandes
de los tranvías y colectivos. Así que un día junté coraje y me tiré. Claro lo
que yo no había observado era que para hacerlo había que hacerlo en el mismo
sentido que iba la calesita. Me largué en sentido contrario, para que mi mamá
que había quedado atrás me viera. Me vio... como me caía otra vez, esta vez de
culo. Pero esta vez no lloré, no había sangre. Sólo el sacudón... y el susto.
Cuando mis pies tocaron el suelo, sentí que todo se frenaba de golpe y que me
tiraba para atrás. Los pies clavados en la tierra y la calesita que pasaba.
Tuve miedo que la cabeza se me fuera abajo de la calesita, no tenía de donde
agarrarme. Otra vez vi todo de abajo. Pero esta vez no me causó gracia, porque
había muchos ojos mirándome de arriba y mi mamá retándome, total como no
lloraba, era seguro que no me había pasado nada. Pero a mí la cola me dolía,
pero estaba decidido a no llorar, me la iba a aguantar. Los hombres no lloran.
Unos años después (Más o menos 15), con el
gordo Fresco salimos a la madrugada del Centro de Estudiantes casi totalmente
borrachos. Habíamos perdido las elecciones y habíamos ido a festejar con los
ganadores... ¿o a tratar de olvidar la derrota? no sé, pero estábamos repasados
de vino. Me quedé dormido en la vereda del Congreso hasta que sentí las patadas
del gordo en las costillas tratando de ver si me había muerto o estaba nada más
que dormido. Estaba nada más que dormido. Entonces me dijo, -vení rajá que se
nos escapa el 26, era el único de la noche. Así que a correr y subir con el
bondi caminando. Llevaba en la derecha una valija llena de libros, así que me
agarré con la izquierda, pero encima, del pasamanos trasero de la puerta
delantera. Quedé mal posicionado y encima los libros me hicieron de contrapeso
en mi brazo malo, así que fui a parar abajo del colectivo, por suerte el chofer
no había chupado y frenó a tiempo cuando vi las ruedas traseras que se me
venían encima de la panza. Ahí me acordé de la calesita y lamenté no haber
practicado más. Aunque siempre subía y bajaba del transporte en movimiento,
como dice el cartelito que no hay que hacer. Así que no, no era falta de
práctica, era que había chupado mucho. Esta vez tampoco me sirvió ver todo
desde abajo. También me encontré con un montón de ojos. Pero ahora, me
puteaban.
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