jueves, 2 de agosto de 2012

Destino de pavos


Lo que les voy a contar ocurrió hace muchos, muchísimos años. En el otro siglo. Como miraba el mundo desde abajo, me parecía muy lindo. Me lo tapaban los capullos de las amapolas que cultivaba el quintero de la cuadra. Sí, en esa época no estaba prohibido cultivar amapolas. Las vendían los floristas en sus carritos de madera primorosamente fileteados, a veces de tracción, a veces de empuje a  hombre. Y cuando mi mamá iba a la quinta a comprar flores o plantas, el dueño me dejaba corretear por su campito lleno de amapolas. Miraba para arriba y sólo veía amapolas... mariposas, y un cachito de cielo. Quería cazar a las mariposas, pero se me escapaban. Era muy chico.
Era linda Yerbal (entre Bolivia y Artigas). En esa época bolitas eran sólo las del "hoyo quema" o el buen "reple". Sí se decía ruso, tano, gallego. Esos eran los que venían a "hacerse la América". Todas casas bajas. Habían sido mansiones de fin de semana. La mayoría habían sido transformadas en pensiones. Era un buen lugar para eso, pegado a la estación Flores del ferrocarril oeste[1]. Además del campito estaba la calesita de enfrente. Era de las de motor. Claro, estaba en el centro del barrio pujante, cerca de la plaza. A mí me gustaba más que las de caballo, como la de mi prima que vivía en Matanzas. Ahí casi todo eran baldíos y no había floristas porque todos los vecinos tenían jardín. Dos piezas sin terminar, un bañito que congelaba el pis, una cocinita, pero eso sí, jardincito. Siempre con flores. Malvones en invierno, Alverjillas en primavera. Rosales. Difíciles los rosales. Por las hormigas. Se ensañan con ellos. Un trapito con kerosene enroscado en la parte baja del tronquito las paraba un poco. Pero no mucho. Difíciles las rosas. Que cosa el kerosene, servía para todo. Para el Primus, que permitía en la pieza de la pensión y a escondidas de los dueños que se hacían los que no sabían, cocinar las sopas y guisos correspondientes. Para el pelo, cuando te atacaban los piojos. Para lustrar metales, cuando no había plata para el Brasso. Para la estufa a velas, cuando el matrimonio había "progresado" como para comprarla en cuotas. Claro que tenía un inconveniente. En épocas de escasez había que hacer cola desde las 7 de la mañana  en la estación de servicio para conseguir llenar la lata de 5 litros. Como era el mayor, el garrón me tocaba a mí. Y que frío. Claro, porque el kerosene escaseaba en invierno, como ahora el gas. Cuando volvía con la lata llena, que pesaba un montón, de grande me enteré que 5 kilos, mi abuela Isabel me esperaba con un té de cedrón. Me cuidaba mi abuela. Era tan cariñosa. Así que yo me tragaba el cedrón. Pero no me gustaba, además con el jarrito de aluminio que se me pegaba al labio. Pero los enlozados eran muy caros. Nunca más probé el cedrón, algún día lo voy a hacer. Para recordar a mi abuela, y porque tal vez sea rico. Tal vez no me gustaba por el aluminio caliente que me pelaba el labio. O por el frío previo, vaya a saber, era como que me descomponía el estómago. Pero vuelvo a los cuatro, porque esto último es de los 8 o 9.
Mis viejos habían progresado. Tenían trabajo los dos y al mismo tiempo. Además mi viejo había terminado la primaria de noche y de noche estaba estudiando en el Krause. No se iba a quedar atrás -la esposa era maestra-. Así que en la pensión consiguieron una especie de departamentito. Habían sido las habitaciones de la servidumbre en la época que la casa fue mansión de fines de semana. Dos habitaciones bajas y un bañito con balcón al patio. En el balcón, había una enredadera que daba unas hermosas y extrañas flores que no vivían fuera de la planta. Mi abuela materna, que era muy creyente, decía que se llamaban Corona de Cristo. Mi papá que era Republicano español decía que se llamaban Pasionaria. Una correntina que trabajaba en la cocina de la pensión (porque los más adinerados tomaban "pensión completa" con desayuno, almuerzo y cena) la nombraba Mburucuiá. Que lástima que no preferí Mburucuyá, ¡sonaba tan dulce!
Yo tenía un patio enorme para correr, con una gran palmera en el centro. Que grande era mi patio. En él, corriendo, me construí reinados árabes, batallas de coboys, abordajes de piratas... que se yo... tanto me construí.
En las habitaciones de adelante, las más lindas, vivía el coronel. Dos enormes habitaciones. En una, el dormitorio. En la otra, el comedor. Hombre imponente el coronel. Con su cara aindiada o semita, nunca lo voy a tener claro -porque encima se apellidaba Espinosa- su pelo duro, agrisado por las canas, siempre con las manos atrás, caminando de un lado para otro, como si siguiera de guardia. También continuaba levantándose a las cuatro de la mañana. ¿Se habrá dado cuenta de que ya no vivía más en el cuartel? Tipo gaucho el tatata, así le decíamos. Con su tarjeta de teniente coronel retirado (a pesar de lo cual todos le decían coronel) ayudaba al que se le acercaba a pedirle un favor. ¿Y el general Bissio? Siempre venía a visitarlo. Me lo acuerdo alto, calvo, con una cicatriz que le rajaba la frente. Por un asunto de polleras. Había ido a duelo. Suerte que fue: "a primera sangre". Gracias a eso mi abuelo (el tatata) seguía teniendo visita. Y yo escuchando sus aventuras. De cuando estuvieron en la campaña del Chaco. Le temían más a los mosquitos que a las balas. Tenían que ir a cagar en los yuyos y terminaban con los culos enrojecidos de ronchas. Y en esa época no había antihistamínicos ni corticoides. Por suerte las mujeres usaban enaguas hasta los tobillos. Bien planchaditas con almidón, los milicos las usaban como campanas. Se las enfundaban, se ponían en cuclillas y a cagar tranquilos. Quedaban ridículos los milicos, según contaban ambos en medio de risotadas, pero con el culo a salvo.
De almidones sabía mi abuela. La del cedrón. Había sido planchadora de cuellos duros. Contaba que ponía a calentar la planchita de hierro en el carbón de "coque". Recién de grande, de muy grande, me dí cuenta de que no era carbón de coco, como yo suponía, sino de piedra, que los ingleses llaman cooke. Mi abuela española, vecina del peñón de Gibraltar, lo había españolizado. Para ella era de coque. Ella que no sabía escribir, leer sí por propia cuenta, estaba más acertada que el nieto médico que seguía creyendo que era de coco porque la abuela lo había dicho. El abuelo español, era una cara triste de grandes bigotes blancos y pecho hinchado por el asma. Yo era su pichi y su perro el Boby. Cuando mi abuelo se murió, el perro se tiró en el umbral de su pieza y no comió más hasta que 15 días después, también él se murió. Se ve que el Boby lo quería mucho a mi abuelo. Todo eso en la casa de Lanús, que mi abuelo había construido con sus manos y herramientas de albañil y con las manos de mi padre.
Así veía yo al mundo en ese entonces -mi mundo-.
Una escena que no me olvido nunca, empezaba por los oídos. Escuchaba unos silbidos lejanos y me iba corriendo a la calle. Venían los paveros. Alpargatas, pantalón gris oscuro sostenido con una faja ancha y negra de frisa o algo así. Camisa blanca, boinas. Ahora que lo cuento se me da por suponer que eran vascos. Arriaban una tropilla de pavos, muchos. Yo no sabía contar. Cada arriero llevaba una caña larga (de grande supe que se llamaban Tacuara, y en China Bambú) con un gancho en la punta. Silbaban y con las cañas les iban marcando los límites del camino. Cuando alguna vecina los paraba, discutían el precio, la vecina elegía el pavo y alguno de los dos arrieros lo enganchaba del cogote. El pavo gritaba esa mezcla de eructo y gárgara que tienen para hacerse escuchar, pero no había caso, ni piedad. Era arrastrado a las manos del ganchero que con un hábil golpe de trompo lo estrangulaba sin darle casi lugar a que se sintiera mal. Distinto de una vez que vi a un tío cortarle la cabeza a un pato, y al pato salir corriendo descabezado por todo el fondo hasta que cayó. Igual no era lindo. Más que la cabeza de los pavos tenía cierto parecido con la de mi abuelita española que también era de cara manchada, arrugadísima y con nariz aguileña.
Tal vez por eso me cuesta quedarme en las tropillas. No me gusta el destino de pavo.
Era lindo el mundo cuando sólo podía mirarlo desde abajo. Por suerte han pasado los años y ahora estoy pudiendo otra vez, mirarlo desde abajo. No me lo tapan las amapolas, me gustan las ilusiones.


[1] En el barrio homónimo de la ciudad de Buenos Aires

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