jueves, 2 de agosto de 2012

Amaranto


Cuando era chico y tenía la suerte de mirar  aún las cosas desde abajo, creí que Amaranto era un hombre grande, muy grande, gordo muy gordo. Más o menos, como fui yo. Bueno, muy bueno, tío muy tío. Tan tío que era mi tío político, lo cual en una familia como la mía que le daba mucha importancia a sus hombres y mujeres políticas, seguramente indicaba que entre los tíos era uno de los más tíos. Además, era tío abuelo. Lo que todavía era mejor o mayor o... no sé, nunca lo entendí bien. También se decía que era el más bueno de la familia. 
No hablaba mucho, cosa que en mi familia no era común. No tenía oficio, como el que llenaba de orgullo a uno de mis abuelos que exhibía siempre sus habilidades de albañil, o el de mi abuela que era planchadora y planchaba muy bien los cuellos duros postizos con su planchita de carbón de “coque”. Que yo creía se hacía con los cocos que traían de Brasil. Recién cuando mi abuela se murió y yo ya tenía como veinte años, me di cuenta que ellos le decían así al carbón de piedra (cooke para los ingleses)
Amaranto, como no tenía oficio y quería darle de comer a su familia, entró de vigilante a la policía. Ahora suena raro, pero en esa época entraban a la policía a trabajar de vigilante muchos hombres buenos. También había de los malos, pero esos no iban a la "parada" de la esquina, ni a tocar el pito en la ronda nocturna de serenos en bicicleta. Esos estaban en el Departamento o entre la oficialidad de algunas comisarías, tampoco de todas. En la provincia, donde vivía mi tío y mi abuelo español estaban los “malos”, la policía de Barceló. También estaba la mafia de don Chicho y entre ellos hacían negocios juntos: Prostíbulos y garitos. Me resultaba raro que donde se levantaba juego, llevara el masculino de garita que era el lugar desde donde dirigían el tránsito en los grandes cruces de avenidas los vigilantes de esquina. Como si los machos de ellos, fueran los dueños de los lugares de timbas y de grelas.
 Mi tío trabajaba en la capital. Pero los vigilantes de esquina eran amigos del barrio. Todos les tenían confianza. Estaban para detener "malandras" cuando se hacían "los vivos". O para separar amigos cuando se peleaban a las piñas. O matrimonios cuando “se iban a las manos”. También ayudaban a los chicos a cruzar la calle cuando salían de la escuela. Paraban el tránsito, algún carro de caballo algún auto recién inventado y hacían que pasen las "señoritas" de guardapolvo con sus chicos también de delantal. Mis padres consideraban que había sido un gran progreso que Sarmiento impusiera que todos los chicos lleváramos guardapolvo blanco, porque así no se notaban en las pilchas las diferencias entre los pibes de “familias adineradas” y los que no eran de plata. Además, la “ropita” no se arruinaba y podíamos jugar en el recreo a la mancha al “poliládron” o a la pelota. Y en clase, si nos manchábamos con la tinta de los tinteritos de la escuela se jodía el delantal, pero no la ropa. Muchos, era la única que tenían. Otros, además teníamos “la ropa de salir”. Algunos domingos, cuando íbamos a Lanús a visitar a mis abuelos, me ponían la de salir.
El tema con los vigilantes era cuando llovía y hacía frío. Daba pena verlos a los pobres con una desgastada capa impermeable negra de loneta y caucho, resguardado en algún umbral o debajo de algún balcón. Claro que nunca faltaba una vecina matrona que le acercara un mate con torta frita. A veces lo hacía alguna Pipistrela “en edad de merecer”, deslumbrada por el uniforme y el revólver. El tipo se tenía que cuidar, porque si cedía a la tentación de meterse con la piba  en algún zaguán, podía pasar la ronda con el “autito de la cana” (Chevrolet negro de los que había que darle manija para que arranque, cuatro puertas, parabrisas con visera). Era toda una historia esa de la manija. No era sencillo, había que tener “cancha”. Primero porque era dura, costaba hacerla dar vueltas para que chispee  la dínamo. El artículo común que precedía a la palabra dínamo era una eterna y apasionante discusión en el barrio ¿el o la). Pero el peor problema era que si arrancaba de golpe y el que la empuñaba no estaba atento para sacar la mano rápidamente, podía entrar a dar vueltas como loca y quebrarle el brazo. Así que había que tener cuidado. En fin, el “botón” podía “perder” con los de la “ronda” si lo enganchaban fuera de su parada. 
Pero un día vino la semana trágica y los obreros de Vasena y de otros lados se agarraron a los tiros con la policía y el ejército. Mi abuela que en esa época vivía por Barracas, decía que las balas caían en el patio de su casa. Y decía que las mujeres estaban aterradas porque no sabían donde estaban sus hombres. Hubo muchos muertos. Mi otro abuelo, que unos 20 años después llegó a teniente coronel, había estado entre las tropas como soldado raso "enganchado". Fue la única salida que encontró a los 14 años, para irse de su lugar de entenado en la casa de su padre. Que era un carrero de los que con su enorme carro con bueyes como los que pintaba Prildiano Pueyrredon, iban a buscar pasajeros a las chalupas que los traían de los veleros trasatlánticos. Y cuando no había pasajeros, traían arena del río para las obras en las que trabajaría mi abuelo español. Cuando terminaron los combates y durante bastante tiempo, los anarquistas salían a matar vigilantes. 
Mi abuelo teniente coronel y mi padre, de vez en cuando volvían a discutir sobre la semana trágica. No tanto porque el primero hubiera sido militar y mi viejo el hijo de aquel albañil sino porque “el coronel”, como lo llamaban, era radical yrigoyenista y mi viejo: rojillo como su padre.  Entonces, Amaranto se dio cuenta que las balas y los revólveres de los policías no eran sólo de “pinta”. Y que los de los otros tampoco. Colgó los "hábitos" de vigilante y pasó a "rebuscársela changueando" hasta que consiguió un puesto de ordenanza en un ministerio.
Cuando fui grande supe que Amaranto también era el nombre de una flor. Y mi tío Amaranto se murió como una flor. A la hora de la siesta estaba arreglando las guías de las plantas de tomate en el fondo de su casa y un derrame cerebral lo volteó. Murió en el jardín, como una flor cuando no la cortan para adornar algún florero. Una hija de él había muerto así, cortada prematuramente por un aborto de pobre. Pobre mi tío Amaranto, decían que nunca pudo reponerse de ese dolor. Tal vez no fue un derrame, tal vez se quedó sin lluvia y sin aire desde que su Corita murió.
Todos lo lloramos... porque era muy bueno el tío Amaranto.
Tan era una flor, que no aguantó entre vigilantes, que ya no tenían amigos en el barrio.

Publicado en Psyche Navegante Nº 53 www.psyche-navegante.com
Sección: Acrílicos urbanos

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