Cuando era chico y tenía la suerte
de mirar aún las cosas desde abajo, creí que Amaranto era un hombre
grande, muy grande, gordo muy gordo. Más o menos, como fui yo. Bueno, muy
bueno, tío muy tío. Tan tío que era mi tío político, lo cual en una familia
como la mía que le daba mucha importancia a sus hombres y mujeres políticas,
seguramente indicaba que entre los tíos era uno de los más tíos. Además,
era tío abuelo. Lo que todavía era mejor o mayor o... no sé, nunca lo entendí
bien. También se decía que era el más bueno de la familia.
No hablaba mucho, cosa que en mi familia no era común. No tenía oficio,
como el que llenaba de orgullo a uno de mis abuelos que exhibía siempre sus
habilidades de albañil, o el de mi abuela que era planchadora y planchaba muy
bien los cuellos duros postizos con su planchita de carbón de “coque”. Que yo
creía se hacía con los cocos que traían de Brasil. Recién cuando mi abuela se
murió y yo ya tenía como veinte años, me di cuenta que ellos le decían así al
carbón de piedra (cooke para los ingleses)
Amaranto, como no tenía oficio y quería darle de comer a su familia,
entró de vigilante a la policía. Ahora suena raro, pero en esa época entraban a
la policía a trabajar de vigilante muchos hombres buenos. También había de los
malos, pero esos no iban a la "parada" de la esquina, ni a tocar el
pito en la ronda nocturna de serenos en bicicleta. Esos estaban en el
Departamento o entre la oficialidad de algunas comisarías, tampoco de todas. En
la provincia, donde vivía mi tío y mi abuelo español estaban los “malos”, la
policía de Barceló. También estaba la mafia de don Chicho y entre ellos hacían
negocios juntos: Prostíbulos y garitos. Me resultaba raro que donde se
levantaba juego, llevara el masculino de garita que era el lugar desde
donde dirigían el tránsito en los grandes cruces de avenidas los vigilantes de
esquina. Como si los machos de ellos, fueran los dueños de los lugares de
timbas y de grelas.
Mi tío trabajaba en la capital.
Pero los vigilantes de esquina eran amigos del barrio. Todos les tenían
confianza. Estaban para detener "malandras" cuando se hacían
"los vivos". O para separar amigos cuando se peleaban a las piñas. O
matrimonios cuando “se iban a las manos”. También ayudaban a los chicos a cruzar
la calle cuando salían de la escuela. Paraban el tránsito, algún carro de
caballo algún auto recién inventado y hacían que pasen las
"señoritas" de guardapolvo con sus chicos también de delantal. Mis
padres consideraban que había sido un gran progreso que Sarmiento impusiera que
todos los chicos lleváramos guardapolvo blanco, porque así no se notaban en las
pilchas las diferencias entre los pibes de “familias adineradas” y los que no
eran de plata. Además, la “ropita” no se arruinaba y podíamos jugar en el
recreo a la mancha al “poliládron” o a la pelota. Y en clase, si nos
manchábamos con la tinta de los tinteritos de la escuela se jodía el delantal,
pero no la ropa. Muchos, era la única que tenían. Otros, además teníamos “la ropa de salir”. Algunos domingos,
cuando íbamos a Lanús a visitar a mis abuelos, me ponían la de salir.
El tema con los vigilantes era cuando llovía y hacía frío. Daba pena
verlos a los pobres con una desgastada capa impermeable negra de loneta y
caucho, resguardado en algún umbral o debajo de algún balcón. Claro que nunca
faltaba una vecina matrona que le acercara un mate con torta frita. A veces lo
hacía alguna Pipistrela “en edad de merecer”, deslumbrada por el
uniforme y el revólver. El tipo se tenía que cuidar, porque si cedía a la
tentación de meterse con la piba en
algún zaguán, podía pasar la ronda con el “autito de la cana” (Chevrolet negro de los
que había que darle manija para que arranque, cuatro puertas, parabrisas con
visera). Era toda una historia esa de la manija. No era sencillo, había que
tener “cancha”. Primero porque era dura, costaba hacerla dar vueltas para
que chispee la dínamo. El artículo común
que precedía a la palabra dínamo era una eterna y apasionante discusión en el
barrio ¿el o la). Pero el peor problema era que si arrancaba de golpe y el que
la empuñaba no estaba atento para sacar la mano rápidamente, podía entrar a dar
vueltas como loca y quebrarle el brazo. Así que había que tener cuidado. En
fin, el “botón” podía “perder” con los de la “ronda” si lo enganchaban fuera
de su parada.
Pero un día vino la semana trágica y los obreros de Vasena y de otros
lados se agarraron a los tiros con la policía y el ejército. Mi abuela que en
esa época vivía por Barracas, decía que las balas caían en el patio de su casa.
Y decía que las mujeres estaban aterradas porque no sabían donde estaban sus
hombres. Hubo muchos muertos. Mi otro abuelo, que unos 20 años después llegó a
teniente coronel, había estado entre las tropas como soldado raso "enganchado". Fue la única salida
que encontró a los 14 años, para irse de su lugar de entenado en la casa de su
padre. Que era un carrero de los que con su enorme carro con bueyes como los
que pintaba Prildiano Pueyrredon, iban a buscar pasajeros a las chalupas que
los traían de los veleros trasatlánticos. Y cuando no había pasajeros, traían
arena del río para las obras en las que trabajaría mi abuelo español. Cuando
terminaron los combates y durante bastante tiempo, los anarquistas salían a
matar vigilantes.
Mi abuelo teniente coronel y mi padre, de vez en cuando volvían a
discutir sobre la semana trágica. No tanto porque el primero hubiera sido
militar y mi viejo el hijo de aquel albañil sino porque “el coronel”, como lo llamaban, era
radical yrigoyenista y mi viejo: rojillo como su padre. Entonces, Amaranto se dio cuenta que las
balas y los revólveres de los policías no eran sólo de “pinta”. Y que los de los otros
tampoco. Colgó los "hábitos" de vigilante y pasó a "rebuscársela
changueando" hasta que consiguió un puesto de ordenanza en un
ministerio.
Cuando fui grande supe que Amaranto también era el nombre de una flor.
Y mi tío Amaranto se murió como una flor. A la hora de la siesta
estaba arreglando las guías de las plantas de tomate en el fondo de su
casa y un derrame cerebral lo volteó. Murió en el jardín, como una flor
cuando no la cortan para adornar algún florero. Una hija de él había muerto
así, cortada prematuramente por un aborto de pobre. Pobre mi tío Amaranto,
decían que nunca pudo reponerse de ese dolor. Tal vez no fue un derrame, tal
vez se quedó sin lluvia y sin aire desde que su Corita murió.
Todos lo lloramos... porque era muy bueno el tío Amaranto.
Tan era una flor, que no aguantó entre vigilantes, que ya
no tenían amigos en el barrio.
Publicado en Psyche Navegante Nº 53 www.psyche-navegante.com
Sección: Acrílicos urbanos
No hay comentarios:
Publicar un comentario