El primero de los
González que pisó tierra argentina, lo hizo allá... por 1900. Vino en barco, en
una incómoda lingada pomposamente llamada camarote de tercera por los
armadores de la nave que traía varias decenas de hombres por dormitorio.
Y de mujeres. En otro sector. Observaban con rigor los mandatos morales de las
religiones. Especialmente de una. Los de tercera iban bajo la línea de
flotación, lugar que conocían de toda la vida, mirando agua y más agua. No la
cresta, sino como en un hotel seis estrellas en Barhein, el agua sin líneas ni
espumas, del océano que atravesaban. A diferencia de los turistas de Barhein no
veían peces y mucho menos corales. Simplemente: veían agua. Limpios, trataban
de bañarse, lo que no era fácil con semejante cantidad de pasajeros y tan pocos
baños en tercera clase. Si se zarandeaba mucho el buque y había demasiados
vómitos, el hedor era difícil de soportar. Pero estaban acostumbrados. En la
cada vez más lejana Andalucía, en invierno dormían con los pocos animales que
tenían adentro de la casa. Sino, ellos en el establo. Animales, techo y gente
daban calor mutuamente. Burros, conejos y gallinas no sabían de retretes.
Iban tristes,
quedaban allá en los aledaños del Mediterráneo: madres, padres, hermanos, alguna
novia. El vino, la guitarra y el cante jondo poblaban las noches de un océano
de sentimientos. También vibraban de ilusiones. Se decía... que la Argentina
tenía un preámbulo de su Constitución que proclamaba que sus representantes
se habían reunido para fundar una tierra de promisión abierta a todos los
habitantes del mundo sin distinción de razas ni de credos. Además... Que
era republicana y... ¡Representativa! Y principalmente, ¡que
ofrecía trabajo...! Y volvía a correr el vino y estallaban los relatos de las
cartas en las que los paisanos que vivían en Buenos Aires les contaban eso. Las
guitarras y los cajones reventaban en flamenco. Y esos hombres... y
algunas mujeres que habían burlado la vigilancia bailaban... Palmas y las
castañuelas, Seguidillas y Bulerías, cánticos, gritos y bromas, sin faltar
algún pellizco al culo de alguna bailaora... ¡tan carno’sho que se
movía...! Algunos golpes en reprimenda y brillaba algún acero de Toledo hecho sevillana.
Los otros, impedían que la sangre llegara al mar.
Años después,
Buenos Aires no escapaba a la crisis del 30. Una familia de albañiles cuyo
fundador llegó en ese barco, se había hecho la casita en los fondos de
Avellaneda y había vivido austeramente pero comiendo, lo que no era cosa de
todos los días en la Andalucía de esos comienzos del siglo XX. Criaban 5 hijos.
El mayor estaba en la conscripción, el menor correteaba sus 5 añitos. No había
trabajo. El fundador, gran albañil y guitarrista, y la fundadora, planchao’ra
de planchas de hierro macizo calentadas en el bracero con carbón de coque (ya
de grande, este narrador se “avivaría” –gracia’ Manue’-, que eso quería decir
de coke: combustible y no de coco, comestible) estaban muy tristes. Él,
absolutamente irascible, maltrataba a los hijos y la esposa como si fueran los
culpables. Entonces... ella y sus hermanas encontraron la solución. Le
pedían al carnicero grasa que sino iba a la basura, conseguían pimentón,
corrían a una fábrica de fideos y recogían recortes que por sobrantes tiraba,
hervían agua con unas pizcas del pimentón y la grasa conseguidos y... todos
comían.
Después, cuando
pasó esa crisis y se reunían para las fiestas, en medio de las guitarras, los
bailao’res y las bailao’ras, corriendo el vino y las risas, le contaban a sus
nietos del guiso que habían inventado. Al que presuntuosamente, entre
carcajadas, llamaban Guiso de Benque, el apellido del dueño de la
fábrica que tiraba los recortes que sobraban.
Sergio
Rodríguez (Un nieto)
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