jueves, 2 de agosto de 2012

El guiso de Benque


El primero de los González que pisó tierra argentina, lo hizo allá... por 1900. Vino en barco, en una incómoda lingada pomposamente llamada camarote de tercera por los armadores de la nave que traía varias decenas de hombres por dormitorio. Y de mujeres. En otro sector. Observaban con rigor los mandatos morales de las religiones. Especialmente de una. Los de tercera iban bajo la línea de flotación, lugar que conocían de toda la vida, mirando agua y más agua. No la cresta, sino como en un hotel seis estrellas en Barhein, el agua sin líneas ni espumas, del océano que atravesaban. A diferencia de los turistas de Barhein no veían peces y mucho menos corales. Simplemente: veían agua. Limpios, trataban de bañarse, lo que no era fácil con semejante cantidad de pasajeros y tan pocos baños en tercera clase. Si se zarandeaba mucho el buque y había demasiados vómitos, el hedor era difícil de soportar. Pero estaban acostumbrados. En la cada vez más lejana Andalucía, en invierno dormían con los pocos animales que tenían adentro de la casa. Sino, ellos en el establo. Animales, techo y gente daban calor mutuamente. Burros, conejos y gallinas no sabían de retretes.
Iban tristes, quedaban allá en los aledaños del Mediterráneo: madres, padres, hermanos, alguna novia. El vino, la guitarra y el cante jondo poblaban las noches de un océano de sentimientos. También vibraban de ilusiones. Se decía... que la Argentina tenía un preámbulo de su Constitución que proclamaba que sus representantes se habían reunido para fundar una tierra de promisión abierta a todos los habitantes del mundo sin distinción de razas ni de credos. Además... Que era republicana y... ¡Representativa! Y principalmente, ¡que ofrecía trabajo...! Y volvía a correr el vino y estallaban los relatos de las cartas en las que los paisanos que vivían en Buenos Aires les contaban eso. Las guitarras y los cajones reventaban en flamenco. Y esos hombres... y algunas mujeres que habían burlado la vigilancia bailaban... Palmas y las castañuelas, Seguidillas y Bulerías, cánticos, gritos y bromas, sin faltar algún pellizco al culo de alguna bailaora... ¡tan carno’sho que se movía...! Algunos golpes en reprimenda y brillaba algún acero de Toledo hecho sevillana. Los otros, impedían que la sangre llegara al mar.
Años después, Buenos Aires no escapaba a la crisis del 30. Una familia de albañiles cuyo fundador llegó en ese barco, se había hecho la casita en los fondos de Avellaneda y había vivido austeramente pero comiendo, lo que no era cosa de todos los días en la Andalucía de esos comienzos del siglo XX. Criaban 5 hijos. El mayor estaba en la conscripción, el menor correteaba sus 5 añitos. No había trabajo. El fundador, gran albañil y guitarrista, y la fundadora, planchao’ra de planchas de hierro macizo calentadas en el bracero con carbón de coque (ya de grande, este narrador se “avivaría” –gracia’ Manue’-, que eso quería decir de coke: combustible y no de coco, comestible) estaban muy tristes. Él, absolutamente irascible, maltrataba a los hijos y la esposa como si fueran los culpables. Entonces... ella y sus hermanas encontraron la solución. Le pedían al carnicero grasa que sino iba a la basura, conseguían pimentón, corrían a una fábrica de fideos y recogían recortes que por sobrantes tiraba, hervían agua con unas pizcas del pimentón y la grasa conseguidos y... todos comían.
Después, cuando pasó esa crisis y se reunían para las fiestas, en medio de las guitarras, los bailao’res y las bailao’ras, corriendo el vino y las risas, le contaban a sus nietos del guiso que habían inventado. Al que presuntuosamente, entre carcajadas, llamaban Guiso de Benque, el apellido del dueño de la fábrica que tiraba los recortes que sobraban.  

Sergio Rodríguez (Un nieto)

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