Había una vez, hace
muy poco tiempo en comarcas muy cercanas –una Princesa. Habitaba un ardiente desierto, en el que nunca dejaba de
correr el viento. Los vidriecitos de la arena no cesaban de golpear los
rostros, excepto en un extraño lugar. Lo llamaban Oasis, pues se parecía sin dudas a los verdaderos. Pero era un
producto de las manos de La Princesa.
En antiguos años, cuando el sol azotaba de día y el frío angustiado de noche,
ella, pacientemente, había horadado las dunas hasta encontrar un manantial.
Amorosamente plantó brotes de palmeras y los regó sin descanso. Quería que
cuando llegaran sus seres amados,
encontraran el refugio que ella no había tenido. Quería que no supieran de
noches frías, ni de días sin paz. Quería ofrecerles el frescor del manantial y
que ellos la abanicaran con el susurro fresco del amor.
El tiempo pasó. Con
él, algunas ilusiones. Pero con él también, vino la bella princesita, que La Princesa tanto había deseado. La
atmósfera, el clima, las ilusiones idas, hicieron que la princesita no
soportara el Oasis fácilmente. La Oasis (así llamaban a La Princesa desde que algún peregrino
se refugió en su seno) se desesperaba. El amor de su vida –la niña- sufría. No
se daba cuenta, pero en los sufrimientos de ella veía repetirse los propios.
Aquellos que con el Oasis había
querido evitarle a. Y justamente el Oasis,
era lo que la niña rechazaba, al igual que La
Princesa, que también se sentía extraña en lo que sus propios desvelos
habían generado. También como La
Princesa, la pequeña no podía dormir, y cuando lo lograba, igual que ella
era asaltada por lacerantes pesadillas en las que espantosos tigres la
amenazaban.
A La Princesa, el sueño le había sido
siempre esquivo, al igual que a la vieja reina madre. Justamente, había
aprendido a no dormir, cuando siendo niña se esforzaba para no hacerlo y correr
presta cuando alguna alucinación arrancaba del lecho regio a la reina. ¿Qué
temía esta en sus sueños? La Princesa
lo descubrió metiéndose en ellos. Temía que fuera a ocurrir lo que podía
ocurrir. Que su pequeña hijita corriera su misma suerte, no conocer el amor a
un hombre. Y que entonces la acusara de no haberle enseñado a dejarse amar sin
dejar de amar. Temía que su niña tuviera que habitar un desierto ardiente de
día y con noches frías y solitarias.
La Princesa, al enterarse de esos
temores de la reina, se preparó para evitarlos, dando a luz a Oasis. Pero no bastó. En lo más hondo
del manantial se agazapó un monstruo durmiente bautizado por los paisanos con
el nombre de A Mor Feo. Contaba la
leyenda, que mientras durmiera no iba a pasar mayormente nada. Pero que si
despertaba, se iba a apoderar de quien hubiera creado el manantial que lo
albergaba y lo iba a llevar a cometer las más atroces acciones. Sin tener en
cuenta el daño que le pudieran producir al que fuera objeto de las mismas, y en
él, a sí misma. La Princesa,
enterada de la leyenda, vio reforzada su tendencia a quedarse alerta en las
noches, sin dormir ni soñar.
Especialmente en
algunas, en las que El Peregrino
entraba en su cama. Ocurría que éste,
que como contamos antes había encontrado refugio en el pequeño paraíso de La Princesa Oasis y se había enamorado
perdidamente de ella. En consecuencia sufría si la veía sufrir. Y era un
cascabel, si la veía alegre. Sola, o con la princesita. Preocupado por notar
que ella no dormía, o que si lo hacía despertaba agitada, angustiada, decidió
averiguar. Le preguntó a los sueños (propios y de ella). Ellos le respondieron:
“tu dama no duerme, porque está alerta, temerosa de que A Mor Feo despierte”. Decidido se hundió en las aguas con un puñal,
dispuesto a matarlo. No fue fácil, pero encontró la cueva. En su fondo el
monstruo dormitaba. El Peregrino
resolvió no darle tiempo. Cuando estaba abriendo sus horribles y grandes
párpados le asestó una puñalada entre ceja y ceja. El agua se enrojeció con la
sangre del monstruo. En sus últimos estertores este lanzó una risotada cruel y mirando
a los ojos al asombro aterrado del Peregrino
le dijo: -“matándome, te has
matado. Muerto A Mor Feo, ella buscará
otro amor que le de el hijo que desea. Que está en condiciones de tener, y que
vos, no podés darle-”. Escuchado lo cual, El
Peregrino no tuvo más ganas de volver a la superficie. Prefirió las aguas
sanguinolentas del fondo. La Princesa
retomaría su camino, y él habitaría sus entrañas.
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