19 de junio 2000
Un fantasma recorre el mundo... el narcotráfico. Cuando hace de alguien un adicto, lo hunde en la muerte como sujeto deseante. No me refiero a los simples consumidores, sino a los que se distinguen por la imposibilidad psíquica y física de abstenerse, y por la necesidad de, progresivamente, aumentar la dosis del tóxico. Terminan no importándoles otra cosa que dicho goce, por el que pueden delinquir hasta matar o morir.
Las toxicomanías existieron siempre. ¿Qué les da el peso que hoy tienen? Factores varios. Sólo me referiré, a los que desde contextos condicionantes producen seres drogadependientes.
El siglo XX, prologado por los dos precedentes, produjo fuertes modificaciones en algunos paradigmas de la Cultura que facilitaron dicho peso. El industrialismo, con la incorporación de las mujeres a la producción, arrancó a las madres del cuidado cercano de sus criaturas. A la vez puso en cuestión la función ordenadora del padre. Ambos factores fueron reforzados por el rasgo clásico de la economía capitalista de desarrollarse a través de crisis cíclicas, con sus rémoras de desocupación y pobreza. El resultado de ambos, devino en un fuerte déficit en la autoridad y las relaciones familiares, dejando un vacío fácilmente “llenado” por la droga. La pobreza extrema, con su secuela de hambre concreta, empuja a la drogadicción de los pobres: alcoholismo y aspiración de cemento sintético o emanaciones de nafta.
Pero en los finales del último siglo y en los comienzos de este, nuevos acontecimientos, redimensionaron la tendencia. La hiperaceleración del ritmo de vida y la multiplicación de la densidad de actividades de los sectores económicamente más acomodados de la población estimularon el consumo, abriendo puertas a la adicción, a drogas aceleradoras –tipo cocaína, anfetaminas etc. Se produjo un evidente debilitamiento de los ideales religiosos y políticos de diversa índole, derivándose el centro de interés al altar del dinero. Lo que se expresa en la formulación de los economistas hegemónicos en la sociedad actual, de que todo debe ser proyectado desde la óptica de la maximización de los beneficios, o sea, de reforzar la extracción de plusvalía (flexibilización laboral). Eso, que por un lado lleva a la expulsión masiva de trabajadores de sus funciones, por otro, tensa a niveles inauditos la competencia, con sus consecuencias de agresividad y pérdida de límites civilizados. Tanto entre los trabajadores, que debilitan sus vínculos de solidaridad, como entre las corporaciones capitalistas, que se embarcan en guerras descarnadas entre ellas. Ambos motivos estimulan el stress, que reconoce entre sus principales causas el estado de alerta expectante, desconfiado, con respecto al semejante. El stress, más la publicidad de fármacos a través de medios masivos de comunicación y la tendencia a la venta libre de los mismos, estimulan el consumo y generan condiciones de posibilidad para la adicción a drogas legales, psicofármacos y otras.
Finalmente, la combinación entre el error, y la delincuencia reinante en algunos sectores de los poderes públicos desconcierta a la población, generando un descreimiento que impulsa a bajar los brazos. Por ejemplo, cuando se proyecta libertad vigilada para los que delinquen en función de sus adicciones. Debe transformarse el sistema carcelario, y no, no penar a los que delinquen, independientemente de porque lo hayan hecho. La pena, fija un tope social al que atenta contra el vecino. Lo que también estatuye mejores condiciones para que la sociedad no caiga en venganzas salvajes como las de justicia por mano propia, que redoblan el delito, invertido y simétrico
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